Contaminación por plomo deja rezagados a centenas de niños en Uruguay: ¿qué se puede hacer?
En algunas pinturas, terrenos y chatarras está camuflado ...
En algunas pinturas, terrenos y chatarras está camuflado un metal que “roba la inteligencia” de los niños. Es de color gris azulado, pero pierde brillo cuando está en contacto con el aire. Es tan conocido que los alquimistas del Medioevo lo asociaban a Saturno (de ahí que la enfermedad que causa su concentración en sangre le llaman “saturnismo”). Es el culpable de cerca de 14 millones de años perdidos por discapacidad en el mundo. Y pese a su toxicidad archi-documentada y la legislación que limita su uso, en Uruguay sigue causando problemas de conducta y aprendizajes en centenas de escolares.
Imagine un niño al que le costó aprender a leer y escribir, como hay tantos. Piense en ese niño que en el inventario de desarrollo infantil la maestra lo evaluó con un desempeño descendido para la edad, como hay tantos. Visualice un niño con rabietas constantes y que distrae a sus compañeros de clase, como hay tantos. Es probable que ese mismo niño haya sido derivado a un pediatra —si es que lo fue—, o que los docentes les hayan pedido a sus padres un mayor involucramiento, o que simplemente pase desapercibido en medio de una estadística de bajo rendimiento educativo. También es probable que casi nadie haya reparado que, dentro de las causantes de sus comportamientos, puede haber incidido la contaminación ambiental por plomo.
Investigadores de la Unidad Pediátrica Ambiental, el Departamento de Economía de Ciencias Sociales de Udelar y la ANEP se preguntaron sobre esos niños que pocos se preguntan. ¿Cómo fue su rendimiento escolar? ¿Y su conducta? ¿Cambió en algo una vez que empezaron a ser tratados? ¿En qué está fallando Uruguay?
Estudiaron a más de 500 niños que habían consultado a la Unidad Pediátrica Ambiental por exposición a plomo y para los cuales había datos disponibles para cruzar con Primaria. Descubrieron que los “contaminados” obtuvieron, en promedio, una tasa de repetición cuatro veces más alta que la media nacional. Tenían peores calificaciones y habían sido advertidos por conducta insuficiente.
Ese rezago lo notaron incluso en escolares cuya concentración de plomo en sangre no era tan alta y ni siquiera había recibido un tratamiento de desintoxicación (porque tenían menos de cinco microgramos de plomo por cada decilitro de sangre). No importaba el contexto económico ni cultural: la contaminación por sí sola hace daño. Y entonces llegó el gran hallazgo: cuando hay una intervención para reducir la exposición al tóxico, los niños mejoran la calificación, la conducta y su trayectoria educativa.
¿Cómo lo supieron? Uruguay fue en su momento un adelantado: consideraba que era necesario un tratamiento toxicológico cuando por cada decilitro de sangre había cinco o más microgramos de plomo. En aquel momento la Organización Mundial de la Salud situaba el límite en diez microgramos. Pero el país se fue quedando y ahora los Centros para el Control de Enfermedades de Estados Unidos ubicaron el punto de quiebre a partir de los tres microgramos y medio. Uruguay no lo modificó.
¿La consecuencia? En Uruguay un niño con menos de cinco microgramos de plomo por cada decilitro de sangre es dado de alta toxicológica. Entonces no van hasta su casa para ver qué contiene plomo y lo está contaminando. No se revisa el terreno en el que juega o duerme, ni la actividad que desempeñan sus padres, ni las pinturas de los muebles.
Hubo decenas de niños que pasaron por la Unidad Pediátrica Ambiental que tenían menos de cinco microgramos de concentración. Esos también tenían problemas de rendimiento y neurodesarrollo, pero al no ser intervenidos no mejoraban.
En cambio, los de mayor concentración “pudieron compensar estos deterioros llevando a una mejoría de desempeño con respecto al grupo de control”.
Por eso lo primero que puede (y debe) hacer Uruguay, es bajar el límite a tres microgramos y medio. De esa manera se lograría una intervención más precoz y universal. Así lo consideran los investigadores Lucía Suárez, Darío Pose, María Moll, Carolina Ponasso y Adriana Sosa.
Una historia de la que poco se hablaEste siglo empezó con una mala noticia en el barrio La Teja. La denuncia por la contaminación ambiental por plomo de un niño derivó en una suerte de tsunami que, a su paso, dejó al descubierto cientos de otros casos de niveles exagerados de plomo en sangre.
Se creó una comisión. Uruguay prohibió el plomo en las pinturas, los combustibles y las nuevas tuberías sanitarias. Y, poco a poco, el metal que “roba la inteligencia” pasó a un segundo plano.
Pero las muestras tomadas, sobre todo, en asentamientos mostraron que la contaminación sigue presente. De hecho, entre los más de 500 casos de niños atendidos en la Unidad Pediátrica Ambiental y que formaron parte de la investigación científica, un tercio de los escolares estudiados estaba expuesto a más de un riesgo: pinturas, terrenos, puntos calientes de quema de cables, acopio, reciclaje o fundición de metales.
Muchos de esos niños incluso nacieron con acumulación de plomo: la madre, expuesta a la contaminación, lo transmitió al feto. Les afectó el sistema nervioso y el desarrollo del cerebro. Y comenzaron una vida en sociedad con notoria desventaja.
Por eso otra de las recomendaciones del estudio titulado “Contaminación ambiental por plomo y su repercusión sobre la trayectoria educativa” señala la necesidad (urgente) de que Uruguay mida la concentración de plomo en todos los nacidos vivos a través de muestras del cordón umbilical. El costo (inferior a 11 dólares por caso) en un país en que nacen cada vez menos niños, “es ínfimo en relación al daño que causa la contaminación ambiental”, reza la investigación.
El sociólogo Santiago Cardozo, especializado en educación, ya había advertido en El Observador la necesidad de contar con una mejor integración de datos desde antes del nacimiento del bebé hasta su curso por la escuela y liceo. Porque parte del fracaso escolar se puede predecir.
Y eso incluye considerar los aspectos ambientales: ¿por qué al niño le “va mal”? ¿Acaso está expuesto al metal que “roba la inteligencia”?