Rafael Villanueva habló tras su formalización por homicidio culposo y reconstruyó, desde la culpa y el quiebre emocional, la noche del siniestro vial en Ruta 9
Han pasado meses desde aquella noche en la Ruta 9, pero para Rafael Villanueva el tiempo no volvió a avanzar con normalidad. “El accidente me entró por los oídos, no por la vista”, dice ahora, con la voz quebrada, al intentar explicar el instante que le cambió la vida para siempre.
La semana pasada, la Justicia lo imputó por un delito de homicidio culposo por el siniestro ocurrido en febrero de este año, cuando su vehículo impactó desde atrás a una moto cuyo conductor falleció a raíz de las lesiones sufridas. La formalización dispuso medidas cautelares por 150 días: prohibición de salir del país y de conducir cualquier vehículo.
Villanueva decidió hablar. No para discutir el proceso judicial —“donde tengo que defenderme es en la Justicia”— sino para contar qué pasó después. Lo que quedó. Lo que no se ve en los expedientes.
“Se habló muchísimo, pero nunca nadie me llamó”, dijo en diálogo con La pecera (Azul FM). Al día siguiente del accidente, perdió su trabajo. Desde entonces vive de ahorros y del apoyo económico de su pareja. “Todo se cortó de golpe”, resumió.
La noche
Aquella jornada había viajado por trabajo y regresaba de noche a su casa en Punta del Diablo. En el trayecto, la duda sobre el combustible lo llevó a desviarse hacia Castillos. Allí ocurrió lo que él define como una “ironía” que aún hoy le resulta insoportable de procesar.
“Del otro lado del surtidor estaban los chiquilines”, relató. Eran los mismos jóvenes que kilómetros más adelante viajarían en la moto con la que colisionó. Villanueva asegura que existe un registro de cámaras de la estación de servicio que muestra a la moto con un solo casco y sin luz trasera, algo que —afirma— fue confirmado por las pericias de Policía Científica.
“Lo más loco es que estuvimos al mismo tiempo en el mismo lugar”, repite, como si esa coincidencia explicara algo que no tiene explicación.
El siniestro ocurrió unos diez kilómetros después de salir de Castillos. Villanueva sostiene que conducía con ambas manos en el volante, mirando al frente, sin música y con el celular sin batería. “Eso está probado”, subraya.
No vio la moto. La escuchó.
“Fue un estruendo. Después vi el airbag abierto”, recordó. Intentó frenar, pero el pedal estaba rígido, vibraba, el auto saltaba. Temiendo un choque frontal con un ómnibus, accionó el freno de mano. Cuando se detuvo y bajó del vehículo, lo que encontró fue el silencio.
“En la oscuridad absoluta, un silencio profundo. El más espantoso que escuché en mi vida”.
La moto estaba incrustada debajo del auto. No hubo gritos. No hubo gemidos. “Ahí sentí pánico absoluto”, dijo.
El después
Otros vehículos llegaron y comenzaron a asistir. Alguien lo reconoció. “Rafa, ¿estás bien?”, le preguntaron. En ese instante, confesó, solo pensó una cosa: “No quiero que me vea nadie”.
Al día siguiente, cerca de las 10 de la mañana, no aguantó más y se presentó en un sanatorio de Rocha. “Me salía de la panza. No podía quedarme en mi casa”, explicó. Dijo quién era y por qué estaba allí. Lo atendieron con respeto. Pero lo que vino después fue, según sus palabras, el momento más duro de su vida.
“Me dijeron que estaban esperando a los familiares para desconectarlo”, recordó entre lágrimas. “Y casi me muero. Lo único que podés hacer es llorar”.
Villanueva asegura que estuvo presente cuando el médico informó que retirarían el respirador a la víctima. “Ese fue el peor momento de mi vida”, afirmó.
La luz y el casco
En su relato, también hizo referencia a elementos técnicos que forman parte de la investigación: la ausencia de luz trasera en la moto y el uso del casco. Señaló que hay testigos que declararon haber visto a una sola persona con casco y que las pericias indican la presencia de un casco abrochado y otro a varios metros del lugar.
“Si el casco está bien puesto, no se sale”, sostuvo.
La causa judicial seguirá su curso. Los peritajes, las responsabilidades y el fallo final se dirimirán en los estrados. Pero mientras tanto, queda otra dimensión del siniestro: la del después. La de quien, sin negar el proceso ni el dolor ajeno, intenta convivir con una noche que se repite una y otra vez en su cabeza.
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