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Son dólares, plata, dinero, biyuya. Billetes emitidos en la Reserva Federal del The She Wolf State vuelan en el aire del Estadio Centenario y son recibidos con las manos abiertas por quienes se bañan bajo una lluvia verde. Numeración, un pequeño lobo como marca de agua y la denominación de one hundred dollars. En el centro la cara de la artista más importante de la industria latinoamericana y su firma sobre el margen inferior derecho: Shakira.

Una lluvia de shaki-dólares como augurio de la gira latina más lucrativa que una mujer haya realizado en la historia y, hasta ahora, la segunda gira latina más taquillera en general (solo detrás de la que trajo a Luis Miguel a este mismo campo deportivo en 2024), según el análisis de taquilla de Billboard.

Lo ha dicho una y otra vez: Las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan. Y durante dos horas son ellas, las del otro lado de las vallas, las que lloran al ver materializada a una artista que pensaron que no verían nunca en suelo oriental. Y ella, es la que factura.

El regreso a Montevideo después de 25 años, y 13 luego de su último show en Punta del Este, se convirtió en un espectáculo que rompió récords en Uruguay: Shakira se convirtió en la primera artista en vender dos noches con aforo completo en el Estadio Centenario. Lo que se traduce en 100 mil personas coreando Antología con el corazón en la mano.

Pero no es la excepción. La gira incluyó, por ejemplo, el récord de 12 conciertos en el Estadio GNP Seguros de la Ciudad de México con 65 mil personas cada noche (llegando a superar el millón de entradas en todo el país) y reunió a más de 370 mil almas en Colombia, su tierra natal. Después de una primera etapa en América Latina y Norteamérica –donde colgó el cartel de sold out en los 22 conciertos de Estados Unidos y Canadá– Shakira regresó al sur antes de seguir con la porción del tour que la llevará a Europa y Asia.

Según datos de Billboard Boxscore, solo las primeras 64 fechas de la gira producida por Live Nation recaudaron 327,4 millones de dólares con la venta de 2,5 millones de entradas. “Nunca pensé, ni en mis sueños más locos, que llenaría cada estadio. Es increíble y motivador al mismo tiempo, siento que apenas estoy comenzando mi carrera, y es una locura porque han pasado 30 años”, dijo al ser premiada por el impacto del tour.

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Es la reina indiscutida. No puedo creer que está ahí. ¿Entendés que la vamos a ver así de cerca? Nunca pensé que iba a poder ver a Shakira en vivo.

Los comentarios se esparcen en el campo del estadio antes de que la cantante aparezca en las pantallas. Y un fanático levanta un teléfono en el que corre una frase en alusión a la amenaza que desestimaron los Bomberos: Shaki, la bomba eres tú. Shakira es la visión que tantos años anhelaron. La que convirtió en letras de canciones lo que cualquiera quisiera gritar hasta desgarrarse para exorcizar un desamor, la que le cantaba a la sensualidad de la intuición o la que o la que escupió directo a la infidelidad en el estudio del productor argentino Bizarrap.

Cuando la artista anunció durante el set de Bizarrap en Coachella 2024 que después de ocho años volvería a salir de gira con su último trabajo discográfico, instaló en quienes la escucharon en cualquier etapa de su carrera el antojo de conocerla o volver a verla, sea por deseo irrefrenable, necesidad o miedo a quedar por fuera de uno de los eventos culturales del año.

Entonces Shakira volvió a conectarse con su público: con el que la había visto, el que la sigue a cada paso, el que solo escuchó los éxitos radiales, el que sabe cada letra de sus canciones y la canta con la garganta a punto de reventar, el que dice que solo “acompaña” pero se entrega entero al sonido de su voz o el movimiento de sus caderas. También conoció a sus nuevos fanáticos: los niños y niñas que crecieron en las últimas décadas al calor de sus canciones o bajo el pulso electrónico de sus últimos éxitos.

Y ahí están: cada vez más apretujados en las primeras noches de calor de diciembre. Llevan su rostro en remeras, vinchas y banderas, carteles en los que declaran su amor incondicional, trenzas pelirrojas y rulos rubios, coronas que brillan cada vez más a medida que la luna le va ganando terreno al sol. Al mismo tiempo, arriba del escenario solo están quienes durante 25 minutos limpian cada milímetro de la pasarela por la que iba a caminar la loba minuciosa y obsesivamente. Parece un detalle, una nimiedad, una anécdota pero esa es la primera muestra de la preocupación por el detalle que sostiene el éxito del show.

Aunque la demora de más de una de la primera noche parecía atentar contra el ánimo de la multitud, entre el cansancio, el calor y la sed del público que llamaba el nombre de la artista y perdía poco a poco la paciencia, todo quedó olvidado en el preciso momento en el que Shakira apareció entre los 70 fanáticos –y tantos influencers– que la seguían en dirección al escenario.

Como en uno de esos deepfakes que circulan en redes sociales, Shakira apareció en la pantalla del Estadio Centenario con la Torre de los Homenajes a sus espaldas. Tierra santa, suelo bendito, la voz de los mundiales en el primer estadio mundialista.

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La Fuerte, el segundo track del álbum Las mujeres ya no lloran sería el inicio de un show de un nivel pocas veces visto en Uruguay que pasaría por todas sus épocas con casi 30 canciones –muchas de ellas reducidas– en dos horas que incluirían nuevas versiones de clásicos como Las de la intuición, Estoy Aquí, Inevitable y Ojos Así; éxitos bailables como TQG o una versión salsera de Chantaje y colaboraciones clave como La Tortura o Hips dont't lie.

Cuando Shakira subió al escenario del Velódromo de Montevideo en el marco de su primera gira internacional, el Tour Anfibio, apenas con una musculosa blanca, un pantalón de cuerina y los pelos ya rubios al viento. Un espectáculo que duró una hora y media de, en palabras del cronista Alejandro Espina, “intensa plenitud musical”. “¿Un show breve? No. Qué más se le puede pedir a una artista de 22 años que ya tiene un repertorio de 90 minutos conocido por todos”, escribió entonces en las páginas de El Observador.

Ese fue el inicio de una relación que se profundizó en los años siguientes cuando la colombiana encontraba inspiración en estas tierras y en la poesía de Juana de Ibarbourou. Y, tal como expresó en el escenario, un lugar de inspiración: "¿Sabían que aquí escribí tantas canciones que han sido parte de mi vida, de mi historia, que me cambiaron completamente?”, dijo. Canciones como Waka Waka, Underneath your Clothes y Girl Like Me.

500 metros y 25 años separan un espectáculo del otro. Un despliegue que incluyó múltiples cambios de vestuario con piezas de la casa italiana Versace, el diseñador indio Gaurav Gupta o el libanés Zuhair Murad, 93 toneladas de equipo técnico del que se destaca una escenografía sostenida sobre una pantalla de 50 metros de largo que se articulaba según la propuesta del show, 150 personas en el equipo que incluye a 10 bailarines sobre el escenario y una banda conformada principalmente por los mismos músicos que la acompañan hace 26 años: Tim Mitchell, guitarrista y director musical del tour, Brendan Buckley en la batería y Albert Menéndez en los teclados.

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“Mi vida no ha sido fácil estos últimos años. Lo que sí sé es que nosotras, cada vez que nos caemos, nos levantamos un poquito más sabias, con un poquito más de coraje”, dijo la colombiana desde el escenario. Esos años turbulentos –que incluyeron una separación caótica con hijos de por medio y presuntos delitos contra la Hacienda española– fueron volcados desde el dolor y el enojo en Las mujeres ya no lloran, un álbum que le valió un Grammy a Mejor Álbum Pop Latino –el cuarto que gana después de siete nominaciones– que dedicó a sus “hermanos y hermanas inmigrantes” en los Estados Unidos.

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El despliegue técnico de un espectáculo milimétricamente calculado es fascinante. Una fórmula exitosa que se repite, con pocas modificaciones, de destino a destino. Esa estructura que deja poco lugar a la improvisación la vuelve por momentos algo casi artificial: desde el saludo al público hasta la emoción contenida en el momento justo. Y de repente, por un momento, parece entregarse a las manos del público que la sostiene desde hace 30 años.

"Después de la tormenta, me levanté del suelo. Me limpié el barro y, en el camino, me encontré con esa niña de pantalones de cuero y pies descalzos, que quería que cambiara el mundo... Y su mundo cambió", se la escucha decir mientras en las pantallas se muestra un avatar con reflejos pelirrojos y pantalón de cuero. Esa introducción a su época más abrazada por el público latinoamericano fue la apertura de canciones como Pies descalzos, sueños blancos o Suerte , esta vez sin temas como Poem to a horse o Te aviso, te anuncio.

Pero el momento en el que las canciones se desnudan –alejadas de las animaciones de las pantallas, los despliegues coreográficos, los fuegos artificiales y la utilería– es uno de los momentos más interesantes del espectáculo. Dos de las canciones que demuestran aún hoy todo el talento compositivo de la colombiana: Antología y Día de Enero, una adición al repertorio de la primera parte de la gira que no tacaba en sus shows hace 18 años y que dedicó a su ahora "amigo" (y ex-pareja) Antonio de la Rúa.

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La capitalización de la nostalgia es parte importante del combustible de esta gira, así como el de tantos artistas que vuelven a subir al escenario para recordar sus grandes éxitos de todas las épocas, y para comprobarlo solo faltaba mirar las filas de mujeres con sus caderines de odaliscas o sus pelucas violetas entrar al estadio como una visión de la primera década de los 2000. Pero también crece gracias al entusiasmo de niños, niñas y adolescentes que la heredaron o la conocieron gracias a los algoritmos.

El show gana al facilitar ese diálogo constante entre lo que fue, lo que es y lo que será. Un espectáculo que se presenta como una experiencia compartida entre fanáticos de todas las edades.

Una mujer que cambia de piel: desde la impronta futurista con la que aterriza en el escenario, la rockera que vuelve a aparecer por momentos, la exploración robótica de su danza, la que hace honor a sus raíces libanesas, la que sube a una bicicleta humana, la que baila con una daga en cada mano, la que despliega la energía colorida del Waka Waka, la que se acerca a ver a sus fanáticos a los ojos, la que canta con sus hijos en las pantallas de un estadio, la que atrae todas las miradas únicamente con su presencia sobre el escenario. La que factura.

Shakira pone sobre el escenario el empoderamiento económico como revancha de la traición y lo financia con billetes que llevan su autorretrato en lugar de la cara de Benjamin Franklin. La madre re-fundadora de la industria pop de Latinoamérica.