La escuela sitiada por la lógica del golpe
La escena se repite en redes y noticieros: una puerta que se abre de golpe, pasos, gritos, cuerpos que empujan. Una madre y un grupo de jóvenes irrumpen en la escuela y golpean a docentes, familias y niños. No es un hecho más; es un punto de inflexión. La escuela —casa pública de la infancia— fue invadida por la lógica del golpe, y eso nos obliga a revisar cómo sostenemos su autoridad y su legitimidad social.
El primer sonido no fueron los gritos, fue el crujido del umbral: ese borde simbólico que separa la calle del aula, la urgencia de la paciencia, la revancha de la ley. La escuela no promete milagros; ofrece un tiempo y un lugar distintos para tramitar el conflicto con palabras. Cuando ese umbral se quiebra, se desarma el pacto que legitima a la institución y a sus educadores, y se oscurece el sentido de la convivencia.
Aquí resuena Theodor W. Adorno (Adorno, 2003): la autoridad educativa no es obediencia ciega ni simple poder; su sentido ético es formar sujetos capaces de impedir la barbarie. Si la sociedad desautoriza a sus maestros —por desprecio a lo público o por dejarlos solos—, el vacío no queda vacío: lo ocupa la fuerza bruta. Por eso distinguir autoridad y poder no es retórica; es política educativa y cultural (Esquirol, 2024, pp. 50–51).
También resuena François Dubet (Dubet, 2002): vivimos el declive de las instituciones. La escuela ya no es “naturalmente” legítima; debe recomponer a diario su sentido en contextos de desigualdad, hiperexigencia y pantallas que amplifican agravios. Cuando la trama institucional se afloja, algunos conflictos familiares se intentan resolver por mano propia y la escuela paga el precio. La desinstitucionalización es esa intemperie cotidiana que volvemos a respirar.
¿Qué hacer, entonces, sin caer ni en la resignación ni en el punitivismo? Tres movimientos al alcance, de efecto inmediato y acumulativo.
Primero, testimonio adulto visible. La escuela reconstruye legitimidad cuando sus adultos muestran otro modo de tramitar el conflicto: límites justos, procedimientos previsibles y palabra que repara. Autoridad no es gritar más fuerte; es ser reconocido por sostener, saber y cuidar. Eso exige formación situada, equipos que acompañen y tiempo institucional para pensar casos en lugar de apagar incendios.
Segundo, una trama institucional que sostenga. La escuela no puede sola. Salud, seguridad de proximidad, justicia y comunidad deben articularse con acuerdos simples: protocolos de ingreso y permanencia; referentes por centro; rutas de derivación activas; respuesta coordinada ante agresiones. La posvención importa: después de un episodio grave, plan deliberado para restituir el clima, reparar daños y evitar la repetición. Sanción proporcional cuando corresponde: reparar no excluye sancionar; lo completa.
Tercero, tiempo para la convivencia. La violencia exige rapidez; la educación necesita ritmo. Recreos cuidados, rincones de calma, vocabulario de emociones, mediaciones con condiciones y, de fondo, la laicidad como marco: la escuela no toma bandos, garantiza procedimientos imparciales y derechos. La convivencia se enseña y se aprende; no aparece por decreto.
Un detalle que no es menor: comunicar. A las familias, con transparencia, qué pasos se siguen; a los docentes, que no están solos; a los niños, que el aula no es extensión de la calle. La campaña pública podría resumirse en tres frases: “Aquí la palabra vale. Aquí la ley protege. Aquí la autoridad se gana cuidando”.
Me gustaría que la próxima vez las imágenes muestren otra escena: la misma puerta abierta, pero entrando preguntas, no puños. Una madre enojada que es recibida, un mediador que ofrece marco, un equipo que sostiene. No es ingenuidad; es competencia social entrenable. La escuela no fue creada para administrar peleas, sino para convertir el conflicto en aprendizaje. Para eso existe.
Referencias
Adorno, T. W. (2003). Educación después de Auschwitz (conferencias y escritos). Madrid: Akal.
Dubet, F. (2002). Le déclin de l’institution. Paris: Seuil.
Esquirol, J. M. (2024). La escuela del alma. De la forma de educar a la forma de vivir. Barcelona: Acantilado.
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